La finada Ricarda, junto a Eva, Rosa Ana,… y otras, fue una de las enfermeras de la entonces llamada Medicatura Rural Arenas . Eran ellas en sus guardias, las que siempre estaban prestas a atender a los pacientes que acudían a este centro.
Tito, bien de mañana, esperaba su turno en la consulta. Había pasado varios días con fiebre. La garganta no la aguantaba. Rogaba que el Dr. Palomo, quien era además su padre, le recetara unas pastillas. Le tenía horror a las inyecciones. Cuando sonó nuevamente el timbre, supo que le tocaba a el por el orden del numero asignado. Entró al consultorio. Su padre lo miró con esa tierna mirada de padre bondadoso, bueno, eso pensó el. ¨Bendición papᨠle dijo con todo respeto, como si tuvieran días sin verse. ¨Dios te bendiga¨, le respondió secamente el Doctor.
¡Que vaina!, la enfermera de guardia era Ricarda, a quien le temía porque se decia de su sublime predilección por el área de bondage: oculta inclinación a la dominación, a la tortura y al castigo con una inyección. Ricarda lo acompañó a recostarse en la cama clínica para ser examinado, por instrucciones del Medico. Después de quitarse la camisa, el Doctor lo auscultó, le tomo la temperatura, pasó a examinarle la garganta con una paleta que casi lo hace vomitar. Si, corroboró el galeno. ¡Amigdalitis!. Inmediatamente le prescribió en un récipe, unas indicaciones ilegible e indescifrable para cualquier entendimiento humano, pero que las enfermeras, no se sabe cómo, lograban traducir. Se lo dio a Ricarda quien lo leía para si, dibujándose en su cara una enigmatica sonrisa típica de la mona lisa. Al culminar, le dirigió entonces una mirada gelida a Tito, que le dieron ganas a este de echar a correr, ya que adivinó inmediatamente lo que le vendría: ¡una inyección!. El récipe indicaba unos medicamentos, entre ellos uno inyectable: un benzetacil por tres días consecutivos. Para colmo de su mala suerte, en aquellos tiempos, en el cuarto vecino al consultorio, había una alacena que contenía suficientes medicamentos; época donde los visitadores médicos, con tantas muestran médicas que regalaban, podían dotar a un dispensario como este.
Tito, bien de mañana, esperaba su turno en la consulta. Había pasado varios días con fiebre. La garganta no la aguantaba. Rogaba que el Dr. Palomo, quien era además su padre, le recetara unas pastillas. Le tenía horror a las inyecciones. Cuando sonó nuevamente el timbre, supo que le tocaba a el por el orden del numero asignado. Entró al consultorio. Su padre lo miró con esa tierna mirada de padre bondadoso, bueno, eso pensó el. ¨Bendición papᨠle dijo con todo respeto, como si tuvieran días sin verse. ¨Dios te bendiga¨, le respondió secamente el Doctor.
¡Que vaina!, la enfermera de guardia era Ricarda, a quien le temía porque se decia de su sublime predilección por el área de bondage: oculta inclinación a la dominación, a la tortura y al castigo con una inyección. Ricarda lo acompañó a recostarse en la cama clínica para ser examinado, por instrucciones del Medico. Después de quitarse la camisa, el Doctor lo auscultó, le tomo la temperatura, pasó a examinarle la garganta con una paleta que casi lo hace vomitar. Si, corroboró el galeno. ¡Amigdalitis!. Inmediatamente le prescribió en un récipe, unas indicaciones ilegible e indescifrable para cualquier entendimiento humano, pero que las enfermeras, no se sabe cómo, lograban traducir. Se lo dio a Ricarda quien lo leía para si, dibujándose en su cara una enigmatica sonrisa típica de la mona lisa. Al culminar, le dirigió entonces una mirada gelida a Tito, que le dieron ganas a este de echar a correr, ya que adivinó inmediatamente lo que le vendría: ¡una inyección!. El récipe indicaba unos medicamentos, entre ellos uno inyectable: un benzetacil por tres días consecutivos. Para colmo de su mala suerte, en aquellos tiempos, en el cuarto vecino al consultorio, había una alacena que contenía suficientes medicamentos; época donde los visitadores médicos, con tantas muestran médicas que regalaban, podían dotar a un dispensario como este.
Ricarda se lo llevó al cuarto y le dijo a Tito ¨que se bajara los pantalones, se acostara en la camilla boca abajo, y pensara en algo bonito, mientras ella preparaba la inyección que le pondría en una de las nalgas¨. Tito temblaba más que las sabrosas gelatinas de sabores que preparaba su madre. Ni ese delicioso pensamiento lo liberaba del espanto. Imploraba por su mamacita. Ricarda, de espaldas a él, inocente del sufrimiento de Tito, sacaba de una fuente hirviente en baño de maria, una gigantesca inyectadora de vidrio con una aguja enorme. Con que gusto ella serruchó las tres ampolletas, que de un solo macoco les fue quitando el pico, una por una, succionándoles el liquido, que luego fue introduciendo en los antibióticos, mezclándolos y agitándolos vigorosamente, para succionarlos nuevamente y llenar la inyectadora. Le terminó de sacar el vacio a la jeringa lanzando un chorrito al aire y,… listo. Cuando se giró toda complacida y sonriente, se quedó paralizada: ¡Tito ya no estaba!. Uno de los maravillosos y acostumbrados actos de escapismo de Tito Houdini para que no lo encontrara nadie,… ni siquiera el mismo.
Es que no era para más ni para menos. Ricarda fue celebre por la forma como aplicaba las inyecciones y porque se dice que disfrutaba en hacerlo. Por eso todo el mundo le tenía miedo. Ella creía que todo se solucionaba con una inyección, hasta la mismísima corrupción. Se corrían el rumor que tiraba las inyecciones con liguita, que cargaba, ya llenas en los bolsillos, de su impecable bata blanca, incluyendo un combo de tres en una. Tres ampolletas de: B12, antibiótico, y relajante muscular; y como sorpresa escondía una inyectadora descomunal con un potente analgésico que al mostrarla, de isofacto, podía quitarle el dolor de cabeza a un elefante.
Pero esto son adornos humoristicos del cuento y esa mala fama no era la verdad, ni que ella tenía mala mano o la mano pesada. En cambio muchos muchachos del pueblo y su gente deberían estarle agradecidos porque nacieron bajo sus brazos como partera, y por los buenos oficios prestados en el ejercicio de sus funciones.
Ricarda, desde el lugar sagrado donde estas, échale al pueblo tus inyecciones,…perdón, tus bendiciones.
Es que no era para más ni para menos. Ricarda fue celebre por la forma como aplicaba las inyecciones y porque se dice que disfrutaba en hacerlo. Por eso todo el mundo le tenía miedo. Ella creía que todo se solucionaba con una inyección, hasta la mismísima corrupción. Se corrían el rumor que tiraba las inyecciones con liguita, que cargaba, ya llenas en los bolsillos, de su impecable bata blanca, incluyendo un combo de tres en una. Tres ampolletas de: B12, antibiótico, y relajante muscular; y como sorpresa escondía una inyectadora descomunal con un potente analgésico que al mostrarla, de isofacto, podía quitarle el dolor de cabeza a un elefante.
Pero esto son adornos humoristicos del cuento y esa mala fama no era la verdad, ni que ella tenía mala mano o la mano pesada. En cambio muchos muchachos del pueblo y su gente deberían estarle agradecidos porque nacieron bajo sus brazos como partera, y por los buenos oficios prestados en el ejercicio de sus funciones.
Ricarda, desde el lugar sagrado donde estas, échale al pueblo tus inyecciones,…perdón, tus bendiciones.
jajaja.....imagino a Tito corriendo, tantas veces nos ha pasado con chicos y grandes.....
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